El prestigio de los profesores

Publicado en Vanguardia Educativa (Monterrey, México), nº 7, 2012, pp. 22-23

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María Rosa Espot y Jaime Nubiola
El sentido etimológico de la palabra “prestigio” es muy diferente del que habitualmente le damos hoy. La voz “prestigio” proviene del latín præstigium, que se refería a la ilusión causada a los espectadores por los trucos de un mago. Originalmente prestigio significaba engaño o truco. Más adelante la palabra “prestigio” desarrolló un significado positivo y comúnmente se la utiliza para describir la alta estima, la reputación sólida o el buen crédito que algo o alguien tiene. En este sentido los profesores ─como las instituciones o los acontecimientos, por poner dos ejemplos─ se describen como prestigiosos. De hecho, la palabra “prestigio” ─según el Diccionario de la Real Academia Española─ tiene muchos significados: una fascinación mágica, una influencia o autoridad, un truco o un engaño.

Hay quienes dicen que el prestigio de ciertos políticos parece estar más de acuerdo con el sentido etimológico de esta palabra que con el significado que le damos hoy. Aunque sea una terminología quizás en menor uso, a nosotros nos gusta más hablar de profesores excelentes que de profesores prestigiosos. Los profesores excelentes sobresalen en bondad, mérito y estimación. La calidad y la bondad de sus acciones les hacen dignos de valía y aprecio personales. De hecho, los primeros que descubren y reconocen la excelencia de un profesor son sus propios alumnos.

El trabajo del profesor

El trabajo del profesor primordialmente es un trabajo intelectual, esto es, un trabajo que requiere leer, estudiar, reflexionar, escribir. Algunos profesores a lo largo de su carrera profesional comparten temporalmente su tarea docente con tareas de organización o dirección del centro educativo en el que trabajan. Las actividades que llevan a cabo ─asignar cursos o materias a los profesores, coordinar horarios, adjudicar aulas, confeccionar grupos de alumnos, organizar sustituciones, guardias y descansos, incluso ocuparse de asuntos económicos diversos─ desde luego son necesarias para el buen funcionamiento del centro educativo, pero poco tienen que ver con el trabajo intelectual propio del profesor. Quizá sea este el motivo por el que algunos profesores rehúyen este tipo de actividades más administrativas e institucionales que intelectuales.

Lo primero que se espera de un profesor es que tenga unos conocimientos y sepa transmitirlos a sus alumnos. Ciertamente esto no es suficiente, pero es fundamental. Los estudiantes huyen de los profesores improvisadores, de los obsoletos, de los que no cumplen con sus obligaciones y por supuesto de todas aquellas actitudes y conductas que en alguna medida desprestigian al profesor: la impuntualidad, el absentismo, el mal humor, la mediocridad y la desgana, la pereza, el pesimismo y el hastío, y muy en particular, la indiferencia hacia los alumnos. Lo segundo que se espera es que sea justo y coherente en sus palabras y en su quehacer diario. El descrédito profesional desautoriza ─incluso incapacita─ al profesor como tal. Por la pérdida de su reputación el profesor queda privado de hacer mucho bien.

El prestigio al profesor nace de la preparación y calidad de su tarea en el aula. El prestigio es fruto de un trabajo competente, serio y responsable, realizado con constancia, día a día. Al contrario de lo que algunos piensan, muchas veces el prestigio del profesor nada ─o muy poco─ tiene que ver con los cargos, ascensos o aplausos sonoros de colegas y demás.

Profesores de prestigio

Tener prestigio pide al profesor cuidar con empeño y de manera permanente su formación intelectual, dedicando a la lectura, el estudio y la reflexión las horas necesarias para no estancarse en sus conocimientos, marcándose con atención metas para mejorar cada día. Cuidar la formación intelectual es algo bien distinto de procurar una simple adquisición de técnicas y habilidades.

Los profesores somos la clase de intelectuales a los que se nos ha confiado la formación de profesionales, tarea que no podemos reducir a una mera instrucción de contenidos. De alguna manera los alumnos ponen su ilusión, su confianza y su inteligencia a nuestra disposición para que, con nuestro trabajo, saquemos a la luz lo mejor de cada uno en particular. Para llevar a cabo esta importantísima tarea, ese encargo que la sociedad nos ha encomendado de manera confiada, los profesores necesitamos el ascendiente del prestigio personal y profesional que fascina y persuade y permite ayudar a los demás, sin reduccionismos de ninguna clase. Se trata de no defraudarles. Si los profesores no tenemos conciencia de la valía de nuestra misión, echamos por tierra el sueño de muchos que han confiado en nosotros.

Por otra parte, el prestigio profesional del profesor es incompatible con la vanidad ─considerada a menudo como el vicio del maestro─, la arrogancia o el engreimiento propios. La mejor garantía de prestigio profesional no radica en los discursos egocéntricos de autoadmiración o autoalabanza que nada aportan a quienes quieren aprender ─estudiantes y colegas─, sino que radica en el cumplimiento de los deberes propios de la profesión u oficio y en las actitudes que en alguna manera prestigian un trabajo. La autocomplacencia solo tiene que servirnos para estar prevenidos contra ella.

Consideraciones finales

Como es sabido, hay profesiones, como la profesión docente en primer lugar, en las que lo que la persona es o siente no puede separarse del ejercicio profesional. Un profesor no puede despojarse de sus características personales y particulares solo por el hecho de entrar en un aula. El buen humor, el modo de vestir, los gestos, el tono de voz, la mirada, son cuestiones a las que el profesor debe prestar atención, pues tienen su papel en el prestigio del profesor. Ahora bien, ningún profesor puede compensar su falta de talento, de profesionalidad, o de ambas cosas, con su simpatía, capacidad de sintonizar con los jóvenes o elegancia personal, por poner unos ejemplos. Vale la pena tener en cuenta que el perfeccionamiento profesional conlleva de ordinario el perfeccionamiento humano, al que por supuesto todos debemos aspirar. En este sentido la formación continua del profesor alcanza gran relevancia en la vida del profesor.

Tener prestigio abre al profesor un inmenso canal de comunicación con los alumnos. La calidad de su trabajo y la bondad en su proceder hacen que el alumno le reconozca y le tome en consideración. Los estudiantes tienen necesidad de confiar en los profesores, pero necesitan el crédito de nuestra valía personal y profesional.

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María Rosa Espot (Barcelona) es Licenciada en Ciencias Biológicas por la Universidad Autónoma de Barcelona y Doctora en Humanidades por la Universitat Internacional de Catalunya. Desde 1978 es Profesora en el Colegio La Vall de Bellaterra (Barcelona). Es autora de los libros La autoridad del profesor. Qué es la autoridad y cómo se adquiere (2006) y en colaboración con J. Nubiola, Aprender a divertirse (2011). Contacto: mrespot@la-vall.org

Jaime Nubiola (Barcelona, 1953) es Profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra, España. Entre sus libros se cuentan El taller de la filosofía, Pensar en libertad, Invitación a pensar y en colaboración con F. Zalamea, Peirce y el mundo hispánico. Es director de la revista Anuario Filosófico y director del Grupo de Estudios Peirceanos. Contacto: jnubiola@unav.es