Los exámenes

Publicado en Vanguardia Educativa (Monterrey, México), nº 29, 2017

María Rosa Espot y Jaime Nubiola
Los exámenes son el instrumento más habitual con el que los profesores evaluamos a los alumnos. Estas pruebas pueden ser de diversos tipos: oral, escrito, de un tema a desarrollar o de preguntas cortas, tipo test, con parte práctica y parte teórica, basado en problemas o en casos, etc. En cualquier caso, es cierto que la práctica de los exámenes está extendida tanto en la educación escolar como en la universitaria.

Por supuesto esta práctica tiene sus defensores y sus detractores. Para los primeros, los exámenes sirven al profesor para verificar el nivel de conocimientos que el alumno ha alcanzado y descubrir qué puntos de la materia el alumno no ha entendido, por lo tanto no ha aprendido. Esta información —relevante para el profesor— permite, sin lugar a dudas, la mejora del aprendizaje. Por otro lado, los exámenes tienen también como finalidad calificar para promocionar de un curso a otro, y también para acreditar.

Sus detractores alegan toda una serie de consecuencias negativas para el alumno: traumas, ansiedad, miedos, humillación, sufrimiento; y reclaman que "la finalidad de la evaluación no debería ser otra que la mejora del aprendizaje y no el calificar". De hecho, plantean una evaluación sin exámenes. Esto —aseguran— pide un cambio en la educación.

La "nueva educación" defiende un cambio de metodologías en las escuelas. Apuesta por aulas cooperativas, un aprendizaje basado en proyectos y la flexibilidad de horarios, en lugar de clases tradicionales, libros de texto, asignaturas, exámenes y deberes para casa. Algunos la han llamado la "revolución escolar".

Está claro que todavía no ha habido tiempo para evaluar en profundidad los resultados de la nueva educación implantada ya en muchos países. Sin embargo, los interrogantes no faltan y alguno de sus efectos comienzan a atisbarse. En cualquier caso, a nuestro modo de ver, la educación escolar no puede estar al margen de la educación universitaria —con exámenes, asignaturas, pruebas de acceso (que sea dicho de paso, no dejan de ser exámenes)— a la que muchos escolares aspiran llegar para preparar su futuro profesional.

En este sentido, vale la pena detenerse en la siguiente realidad. Las prestigiosas pruebas PISA (Programme for International Student Assessment) aplicadas a escolares de la OCDE, de edades entre 15 y 16 años, los exámenes Cambridge English para obtener un certificado oficial de gran reconocimiento mundial, el examen TOEFL que la mayor parte de las instituciones académicas del mundo solicitan como requerimiento para el acceso de alumnos extranjeros, el examen GMAT que las escuelas de negocios utilizan como uno de los criterios de selección para aceptar alumnos a un programa de MBA (Master in Business Administration), son exámenes con reconocimiento internacional de los que no se cuestiona su permanencia, requieren gran preparación y probablemente muchos escolares de hoy —universitarios del mañana— querrán superar en busca de una acreditación.

Ante estas pruebas el joven piensa sobre todo en el examen y se prepara para él; está claro que en esas circunstancias el placer del estudio pierde protagonismo, incluso quizá llega a desaparecer. De hecho, hay quienes "defienden que en la vida adulta no se dan ese tipo de pruebas y que lo importante es haber desarrollado habilidades para adaptarse a diferentes entornos". Frente a esta postura, Inger Enkvist —catedrática de la Universidad de Lund y asesora del Ministerio de Educación sueco— puntualiza que "en la vida adulta, todos tenemos fechas tope, momentos de entregar un texto y esto se aprende en la escuela. Con los exámenes el niño aprende a responsabilizarse y entiende que no presentarse a una prueba tiene consecuencias; no lo repetirán para él. Si no cumplimos con nuestras obligaciones en la vida adulta, pronto nos veremos descartados de los ambientes profesionales. Los exámenes ayudan a desarrollar hábitos sistemáticos de trabajo". 


Los exámenes y los alumnos

La gran mayoría de los alumnos asocian los exámenes a una calificación o nota, es decir, a un número, una letra del alfabeto o una expresión verbal, que genera de ordinario el profesor, y más ocasionalmente un tribunal, una institución académica o un organismo. Esta calificación resume la valoración del aprendizaje conseguido por el alumno.  

Son muchos los alumnos que sienten miedo ante los exámenes. De hecho es un miedo racional. Los estudiantes (escolares, universitarios y postgraduados) saben que su actuación en esas pruebas —y en consecuencia su calificación— va a determinar de un modo importante su futuro académico y quizá también su futuro profesional. En este sentido, podría decirse que el estudio de muchos alumnos está orientado más a cómo superar los exámenes que al aprendizaje de las materias en sí mismas.

De hecho, existen centros cuyo objetivo principal, por no decir único, es preparar al alumno a superar satisfactoriamente un examen determinado, como por ejemplo el examen MIR (Médico Interno Residente), imprescindible para acceder al sistema de formación de especialistas médicos.

Ni que decir tiene que experimentar miedo o ansiedad ante los exámenes puede considerarse un problema que afecta negativamente al rendimiento y que es necesario buscar una solución. Asimismo, podemos decir que en muchos casos resulta difícil conciliar el placer del estudio con el examen que el joven quiere superar. Vencer esos obstáculos o dificultades requiere una buena dosis de esfuerzo, constancia y valentía. Conseguirlo, sin lugar a dudas, es un paso adelante del joven a la vida adulta.  


Los exámenes y los profesores

Los profesores dedicamos gran parte de nuestro tiempo a los exámenes, tanto para prepararlos como para corregirlos. Es cierto que los exámenes son un instrumento que a los profesores nos aporta mucha información del progreso académico de los alumnos y del acierto o desacierto de nuestra docencia.

Los exámenes —además de prepararlos, pasarlos y corregirlos— hay que programarlos y comunicar a los alumnos el contenido o temario, la forma y la fecha, y todo eso con la antelación necesaria que permite la buena organización del profesor y del alumno, evitando así improvisaciones y agobios muy molestos para todos.

Los profesores debemos tener muy claro qué queremos realmente evaluar con los exámenes: el aprendizaje de unos contenidos, unas habilidades (rapidez, creatividad, autonomía), unas estrategias, la propia docencia o lo que sea. Lógicamente, el contenido de un examen siempre ha de estar de acuerdo con lo que se ha trabajado en clase. En este sentido, conviene recordar que un examen no puede ser nunca una sorpresa para los alumnos. Además, este tipo de sorpresas suelen ir acompañadas del desconcierto y la inquietud de los alumnos y de los malos resultados.

Un buen examen realmente aporta una información de gran valor tanto al profesor como al alumno. Por eso, conviene corregir los exámenes lo antes posible y comunicar los resultados a los alumnos, pues si hay que rectificar actuaciones o actitudes —del alumno o del profesor— cuanto antes se empiece a hacer será mucho mejor. Devolver los exámenes corregidos y calificados a los alumnos —la "revisión de examen"— no solo permite a los estudiantes conocer sus aciertos y sus equivocaciones, sino que además permite mostrar al profesor cualquier error en la calificación, si la hubiere, y así poder enmendarla.

Realmente una evaluación bien hecha permite saber si las cosas marchan bien tanto en un centro escolar como universitario. En este sentido, los exámenes constatan de alguna manera el nivel de aprendizaje de los alumnos, y permiten además saber el acierto o desacierto de los proyectos educativos implantados en la institución educativa.  

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María Rosa Espot (Barcelona) es licenciada en Ciencias Biológicas por la Universidad Autónoma de Barcelona y doctora en Humanidades por la Universitat Internacional de Catalunya. Desde 1978 es profesora en el Colegio La Vall en Bellaterra, Barcelona, España. Es autora de los libros La autoridad del profesor. Qué es la autoridad y cómo se adquiere (2006); en colaboración con J. Nubiola, Aprender a divertirse (2011) y Cómo tomar decisiones importantes (2016). Contacto: mrespot@la-vall.org

Jaime Nubiola (Barcelona, 1953) es profesor de Filosofía en la Universidad de Navarra, España. Entre sus libros se cuentan El taller de la filosofía, Pensar en libertad, Invitación a pensar y en colaboración con F. Zalamea, Peirce y el mundo hispánico. Es director del Grupo de Estudios Peirceanos. Contacto: jnubiola@unav.es